domingo, 16 de marzo de 2008

Transición y consolidación democrática
























La transición de la dictadura a la democracia se desarrolló entre la muerte de Franco en novimebre de 1975 y la proclamación de la Constitución de diciembre de 1978 que establecía que España es una monarquía parlamentaria. Las elecciones de junio de 1977 supusieron una ruptura decisiva con el pasado aunque hasta la aprobación de la Constitución todavía quedaran una serie de enclaves autoritarios en el sistema político. Los años de gobierno de UCD hasta finales de 1982 son una fase de consolidación de la democracia amenazada por el golpismo, el terrorismo y, en general, una espiral de violencia política y conflictividad social.


Lectura: El antifranquismo y los proyectos políticos para la transición


La periodización de la transición de la dictadura a la democracia no es meramente una cuestión debatida entre los académicos. En un debate televisivo sobre la transición, preguntados varias personalidades políticas sobre la cuestión, las respuestas fueron muy dispares. Mientras que un democristiano buscaba en el coloquio europeísta de Munich el origen de la transición, el contertulio comunista lo retrotraía hasta la formulación por el PCE de la política de reconciliación nacional en 1956. Por su lado, el socialista creía que el Congreso de su partido celebrado en Suresnes en octubre de 1974, que elevó a Felipe González al liderazgo y reivindicaba una ruptura democrática, marcaba un hito esencial para el cambio político.
Por su lado, el final de la transición también es una cuestión debatida por los estudiosos y los políticos. Tradicionalmente, los escritores cercanos al PSOE creyeron ver en el triunfo electoral de octubre de 1982 la fecha clave, mientras que los centristas y populares señalaban a la aprobación de la Constitución en diciembre de 1978 como un decisivo parteaguas.
Al margen de esta polémica, creo que la transición de la dictadura a la democracia debe circunscribirse al tiempo transcurrido entre la muerte de Franco en noviembre de 1975 y las primeras elecciones democráticas de junio de 1977. Este período no fue un tiempo de “final de la dictadura”[1] aunque las libertades todavía estuvieran por conquistarse. Si la Constitución define a España como una monarquía parlamentaria, los dos elementos cruciales del régimen político actual fueron establecidos, precisamente, en noviembre de 1975 (la monarquía) y junio de 1977 (el sistema democrático representativo). Es cierto que hasta la aprobación de la Constitución pervivieron algunos enclaves autoritarios herencia del franquismo y que los primeros años de la monarquía estuvieron marcados por la conflictividad y la violencia política. Los años de mayor conflictividad social fueron los de 1977 a 1979, un proceso que estuvo unido a una espiral de violencia debida al terrorismo de ETA y de la extrema derecha, y al golpismo. Sin embargo, aislar estos fenómenos de violencia y conflictividad, o prolongar la transición con diversos procesos de construcción de la democracia, nos llevaría al absurdo de no encontrar una fecha adecuada y consensuada para dar fin a la transición[2].
Por ejemplo, España es, en cuanto a la organización territorial, un Estado de las autonomías. La aprobación de los primeros estatutos de autonomía para el conjunto del territorio español no concluyó hasta 1983. Sin embargo, el Estado de las autonomías sigue reformándose hoy en día por lo que podríamos llegar a la excesiva conclusión de que la transición no ha acabado todavía.
Del mismo modo, la Ley de amnistía de 1977 supuso la cancelación de responsabilidades políticas por un pasado de violencias durante la guerra civil y el franquismo. La aprobación reciente de una nueva Ley de reparación de las víctimas de la guerra y del franquismo, la llamada ley de la “memoria histórica”, no supone, desde luego, una especie de cierre de la transición. Por cierto, la disposición de la oposición democrática, incluido el PCE, para no abrir un proceso de responsabilidades hacia el pasado no fue una renuncia de la izquierda parlamentaria durante la transición sino que había sido formulada en el exilio muchos años antes.
Por último, el hecho de que no se celebrara una consulta democrática directa sobre la decisiva cuestión de la forma de gobierno, república o monarquía, no implica que la transición no haya acabado. El proyecto de transición y plebiscito que pacientemente había diseñado la oposición desde 1947, encabezada por el PSOE, no se llevó finalmente a cabo aunque el referéndum de la Constitución de diciembre de 1978 supusiera una inequívoca confirmación de la monarquía parlamentaria.

Tres proyectos políticos

Sin duda, cabe realizar la afirmación de que durante la transición se produjo el fracaso del proyecto reformista de monarquía y democracia limitada pero también del proyecto rupturista de república y democracia que había propugnado el antifranquismo histórico[3]. En cambio, cabe señalar el triunfo del proyecto de monarquía y democracia defendido por disidentes del franquismo, por sectores de monárquicos y de católicos desgajados de coalición contrarrevolucionaria o reaccionaria franquista. Se trató del éxito de un puñado de personalidades demócratas de ideología liberal, democristiana y socialdemócrata que pensaban en un futuro de monarquía parlamentaria como solución o salida frente a la dictadura franquista. Es cierto que los actores del cambio no fueron ellos, pues estas personalidades no pudieron encabezar la transición aunque alguno, como José María Areilza, estuviera presente en el primer gobierno de Juan Carlos I.
El sector continuista del franquismo, representado sobre todo por Arias Navarro y también por el “bunker” de la extrema derecha, no tenía un verdadero proyecto político más allá de preservar las instituciones del Movimiento Nacional. Del mismo modo, los grupos de ideología revolucionaria maoísta o trotsquista no tenían un verdadero proyecto respecto a la forma de gobierno aunque hablaran de una república popular.
La disyuntiva de República o Monarquía se empezó a plantear poco después de la victoria aliada durante la segunda guerra mundial pero, sobre todo, tras la declaración tripartita de los Estados Unidos, Inglaterra y la Unión Soviética de marzo de 1946 en un momento de aparente unidad antifascista en torno al gobierno republicano de Giral en el exilio. Fue el momento en que Indalecio Prieto impuso su liderazgo en el PSOE con un proyecto de transición y plebiscito que permitiera la superación de la guerra civil y la concordia entre los españoles.
Este proyecto de plebiscito, supervisado por las naciones iberoamericanas, que necesitaba de la concordia y de la participación de los españoles de la España “solariega” y de la España peregrina”, lo había formulado Prieto en un discurso en La Habana el 13 de julio de 1942. Por primera vez, el líder socialista extendía el derecho de la ciudadanía, y no sólo la nacionalidad, al conjunto de los españoles del exterior, fueran emigrantes económicos o exiliados[4].
Se trataba también de propiciar, como señalaba el líder sindical besteirista Trifón Gómez, presidente del PSOE durante los años cincuenta, la disgregación de la coalición reaccionaria franquista. Sin embrago, lo esencial era constituir una plataforma antifranquista y no sólo antifascista, es decir, con los derrotados de la guerra civil, que pudiera ofrecer garantía de estabilidad y de una transición pacífica a las potencias aliadas. Como es sabido, las declaraciones antifranquistas de Don Juan fueron respondidas con el referéndum de la Ley de Sucesión de 1947 que establecía que España era una monarquía sin rey.
Tras diversas negociaciones, en agosto de 1948, al mismo tiempo que Don Juan de Borbón se encontraba con Franco para decidir el futuro de la educación de Juan Carlos, fue firmada la declaración de San Juan de Luz entre el PSOE y la Confederación de Fuerzas Monárquicas cuya cabeza más visible era José María Gil Robles. Esta declaración, al margen de su valor operativo antifranquista, fue el primer hito que hacía concebible una futura transición a la democracia y, por tanto, la reconciliación entre los españoles. Era una respuesta a la declaración tripartita de las potencias occidentales a sugerencia de Francia del 4 de marzo de 1946 que propugnaba que “los dirigentes españoles, patriotas y liberales, logren la retirada pacífica de Franco, la abolición de Falange y la constitución de un Gobierno provisional o interino bajo el cual pueda el pueblo español tener la posibilidad de determinar libremente el tipo de Gobierno que desee y elegir a sus representantes”.
Siguiendo este deseo de las potencias democráticas el punto 8 de la declaración común de San Juan de Luz de agosto de 1948 entre el PSOE y la Confederación de Fuerzas Monárquicas establecía que “previa la devolución de las libertades ciudadanas, ..., consultar a la Nación, a fin de establecer, bien en forma directa o a través de representantes ...., un régimen político definitivo. El Gobierno que presida esta consulta deberá, ser, por su composición y por la significación de sus miembros, eficaz garantía de imparcialidad”.
El PSOE consideraba que la dirección de ese proceso de transición debía estar encabezada por un gobierno provisional sin signo institucional definido monárquico o republicano que consultara a la ciudadanía mediante un plebiscito o unas elecciones constituyentes. En esa consulta imparcial el PSOE votaría a favor de la república. Por tanto, democracia y concordia entre los españoles sí pero, al mismo tiempo, una inequívoca opción republicana. Ahora bien, si el pueblo español votaba por la monarquía el PSOE acataría esta decisión. A esta postura solamente se sumaron los nacionalistas vascos y los libertarios del interior pues republicanos liberales, comunistas y catalanistas no aceptaron hasta la segunda mitad de los años cincuenta este proyecto de transición a la democracia. Los republicanos y los catalanistas se unieron al PSOE en otra declaración común, que actualizaba la posición política socialista, en febrero de 1957, y que era una respuesta a las tesis posibilistas hacia la monarquía de la nueva oposición moderada surgida en el interior de España en torno a personalidades como Dionisio Ridruejo, Joaquín Satrústegui, Enrique Tierno, Manuel Jiménez Fernández o José María Gil Robles de significación liberal, socialdemócrata y democristiana.
Por su lado, la declaración del PCE en pro de la reconciliación nacional de 1956 silenciaba la reivindicación de la república, buscando una unidad de acción de las fuerzas democráticas aunque no fueran antifascistas. Además, los comunistas se pronunciaban inequívocamente a favor de una salida pacífica de la dictadura frente a la acción armada que habían impulsado durante la inmediata posguerra. Ahora bien, esta llamada a la reconciliación tardó más de una década en tener proyección en la sociedad sobre todo a través de la consolidación del movimiento sociopolítico de Comisiones Obreras[5].
A mi entender, la formulación de esta propuesta tuvo que ver con la adoptada un año anterior por el PSOE (y con su apertura desde 1947 hacia disidentes del franquismo como monárquicos y católicos) y con la declaración de 1956 de los universitarios que declaraba superada la guerra civil. En efecto, el PSOE había manifestado, tras su Congreso de 1955 en un mensaje al pueblo español, que ante el surgimiento de nuevas fuerzas en las Universidades, buscarían un acercamiento pues “nuestro deber nos empuja a colaborar en la reconciliación de España”.
La declaración de la reconciliación del PCE pretendía incluso negociar “con fuerzas que no se plantean aún luchas por la abolición de la dictadura, y que por el momento sólo propugnan demandas de carácter parcial”. Es decir, se trataba de definir un posible escenario de transición pacífica en la que se colaboraría con todo tipo de fuerzas políticas y sociales en pro de reivindicaciones parciales aunque no fueran expresamente antifranquistas pero que aumentaran las contradicciones de la dictadura.
Otros hitos en esta cooperación entre las fuerzas del exilio y la nueva oposición moderada fueron el pacto de Unión de Fuerzas Democráticas al que se sumó la Izquierda Demócrata Cristiana de Jiménez Fernández en 1960 y sobre todo el movimiento europeísta. Como es conocido en 1948 se formó el Consejo federal español del Movimiento Europeo y a lo largo de los años cincuenta surgieron en el interior de España asociaciones europeístas, de las que la más importante fue la Asociación Española de Cooperación Europea (esta última reunía a democristianos, liberales y socialistas)[6].
El coloquio de Munich de junio de 1962 reunió a un centenar largo de personalidades opositoras tanto del exilio como del interior de España, con exclusión de los comunistas, que aprobaron una declaración común democrática para una futura incorporación de España a las comunidades europeas.
Hubo una minoría de la oposición del exilio que no aceptó el abandono de la reivindicación de la república, criticó toda clase de pactos con disidentes franquistas, el lenguaje de la reconciliación e incluso defendió la violencia política. Entre ellos podemos citar a socialistas disidentes de la Unión Socialista Española (USE), encabezados por Julio Álvarez del Vayo, a la CNT ortodoxa guiada por la FAI y otros sectores comunistas (pronto marxistas-leninistas) y republicanos. Entre ellos, podemos citar también al escritor socialista Max Aub, crítico con toda clase de pactos con ex franquistas que consideró los pactos de San Juan de Luz de 1948 o la Unión de Fuerzas Democráticas del exilio con democristianos como una traición a los ideales de la segunda república. Como le decía a Ridruejo en 1957 no podía perdonar aunque fuera necesario el olvido y mirar hacia un futuro de convivencia. Es decir, que Aub, como el conjunto de los socialistas de USE, no estaba de acuerdo con la política de reconciliación con sectores desgajados del franquismo. La única salida era la república democrática.
Por tanto, el exilio, con toda su carga de legitimidad democrática, no renunció nunca a la república aunque reconoció públicamente las ventajas de una monarquía parlamentaria si así lo decidían los españoles.
El proyecto de ruptura democrática establecía un periodo de transición neutral institucionalmente que consultara a la nación. Esta reivindicación fue silenciada en el caso del PSOE tras el famoso Congreso de Suresnes de octubre de 1974 que encumbró a Felipe González al liderazgo del partido. Aunque se defendiera una república federal y la autodeterminación de los pueblos, el Congreso silenció el proyecto de transición y plebiscito. Del mismo modo, la Plataforma de Convergencia Democrática que encabezó el PSOE junto a nacionalistas vascos, republicanos, democristianos, social-liberales, carlistas y algunos grupos maoístas, no reivindicó explícitamente una transición encabezada por un gobierno provisional. Es decir que la oposición moderada que llevaba veinte años defendiendo un proyecto de monarquía y democracia consiguió que el PSOE renovado silenciara la reivindicación de una transición encabezada por un gobierno provisional. En cambio, la Junta Democrática, liderada por el PCE que incorporaba a personalidades y grupos como el PTE o el PSP, asumió explícitamente el proyecto de transición y plebiscito que hasta entonces habían propugnado los socialistas, reivindicando la creación de un amplio gobierno de transición.
Por tanto, el proyecto político que triunfó en la transición no fue ni el reformista de monarquía y un sistema autoritario o de democracia limitada ni tampoco el rupturista que defendía democracia y república (aunque no se hablara de ella después de 1957) sino un proyecto de transición hacia una monarquía parlamentaria que fue propugnado por un puñado de personalidades demócratas y europeístas, que entraron en contacto con el exilio, encabezado por el PSOE, por la legitimidad democrática que representaba y, por tanto, por la necesidad de consentimiento o acatamiento del antifranquismo que la monarquía necesitaba para superar el déficit sucesorio saltando la línea dinástica o la legalidad franquista que la había institucionalizado entre 1947 y 1969.
Este silenciamiento de la reivindicación de la república no fue completo pues todavía el PSOE presentó un voto particular republicano que fue rechazado por la comisión que redactaba la constitución en 1978. Una constitución que establecía que España era una monarquía parlamentaria que fue aprobada por las Cortes y sometida a referéndum nacional que no era lo mismo que un plebiscito sobre la forma de gobierno pero si una suficiente legitimación democrática.
Este giro de la posición política del PSOE no fue, a mi juicio, una ruptura con la política del exilio, una refundación del socialismo español como propugna Santos Juliá[7]. En primer lugar, porque la reestructuración del socialismo español fue impulsada por el mismo exilio, representado también a la altura de los años setenta, por una segunda generación del mismo compuesta por hijos de refugiados de 1939, antiguos clandestinos del primer franquismo e, incluso, emigrantes socializados políticamente en el exterior[8]. El núcleo dirigente de las organizaciones socialistas durante la primera mitad de los años setenta tenía una composición plural sin un predominio absoluto de la generación de 1956-68, de los hijos de la guerra. Es cierto, en cambio, que en la Ejecutiva del PSOE elegida en Suresnes sí predominaba la generación de los hijos de la guerra.
Por otro lado, la renovación del socialismo español se hizo dentro de las siglas centenarias, preservando un modelo de partido centralizado, ajeno a las tendencias. Felipe González fue muy sensible a evitar que surgiera un proyecto socialdemócrata diferenciado frente a un socialismo marxista, del mismo modo que entendió en 1980 que era necesario generalizar el estado de las autonomías. Por tanto, destacar una evolución o conversión ideológica desde el reformismo o marxismo revolucionario hacia un reformismo democrático o modernizador en la transición interna de los socialistas resulta pobre historiográficamente.
Desde el punto de vista de la política del partido, tras la renovación se mantuvo la exclusión de relaciones bilaterales con el PCE y la autonomía política futura del PSOE. Es decir, que desde 1947 se canceló la unidad de acción con el republicanismo liberal que se había establecido desde nada menos la Semana Trágica en 1909. Esto significaba que a partir de 1947 se pensaba que el PSOE desarrollaría una acción de gobierno en solitario en una futura democracia. La unidad de acción con el PCE se limitaría a la consecución de la democracia en España en el marco de las plataformas unitarias antifranquistas. No se contemplaba la creación de comités de enlace o la unidad de la izquierda. Por tanto, se puede decir que hubo un giro en la posición política del PSOE renovado pero eso no significaba exactamente una ruptura con el exilio y una refundación de las organizaciones.En conclusión, la transición fue un proceso político que ocurrió entre la muerte de Franco y las primeras elecciones democráticas, o como sumo hasta la aprobación de la Constitución, que establecía que España era una monarquía parlamentaria. La construcción del estado de las autonomías, la reforma del Ejército o la incorporación a Europa son otros procesos históricos que se desarrollan a lo largo de la historia de la España democrática pero no durante la transición desde una dictadura hacia una monarquía parlamentaria. La oposición antifranquista poseía un plus de reconocimiento internacional y de legitimidad democrática que le era necesaria a la monarquía para consolidarse. El proyecto político de una transición que condujera a una monarquía democrática no fue defendido ni por reformistas ni por rupturistas sino por la nueva oposición moderada, en su mayor parte antiguos disidentes del franquismo, que entraron en contacto con el exilio encabezado por un PSOE liderado por Indalecio Prieto que defendió la concordia entre los españoles y la superación de la guerra civil desde la inmediata posguerra. Para que ese proyecto de una transición hacia una monarquía parlamentaria fuera viable fue necesario que se mantuviera la denuncia internacional del franquismo durante décadas y que la movilización de la sociedad española, impulsada sobre todo por el activismo del PCE, hicieran inviables las sucesivas apuestas reformistas de un franquismo sin Franco, de un régimen autoritario o de una democracia limitada.

[1] Véase el libro de Nicolás SARTORIUS y Alberto SABIO, El final de la Dictadura. La conquista de la democracia en España, noviembre de 1975-junio de 1977, Madrid, Temas de hoy, 2007.
[2] Una revisión actualizada del proceso de la transición, en sus múltiples manifestaciones, en Rafael QUIROSA (coord.), Historia de la transición en España, Madrid, Biblioteca Nueva, 2007.
[3] Véase el lúcido ensayo interpretativo de Santos JULIÁ, “En torno a los proyectos de transición y sus imprevistos resultados”, en Carme MOLINERO (ed.), La transición, treinta años después, Barcelona, Península, 2006.
[4] Indalecio PRIETO, Discursos en América. Con el pensamiento puesto en España, 1939-1944, Madrid, Planeta/Fundación Prieto, 1991, pp. 141-164.
[5] Una lectura, desde la historia social del antifranquismo, de la política de reconciliación nacional que minusvalora las limitaciones políticas democráticas de la declaración en Carme MOLINERO, “La política de reconciliación nacional. Su contenido durante el franquismo, su lectura durante la transición”, Ayer, 66, 2007.
[6] Sobre Munich véase el ensayo recogido en Abdón MATEOS, Historia y memoria democrática, Madrid, Eneida, 2007.
[7] Los socialistas en la política española, 1879-1982, Madrid, Taurus, 1997.
[8] Sobre la segunda generación del exilio, véase mi libro Exilio y clandestinidad, Madrid, UNED, 2002.
Abdón Mateos, "El PSOE y la oposición ante la forma de gobierno", Conflicto y consenso durante la transición, Madrid, P. Iglesias, 2008 (en prensa)


LA TRANSICIÓN DEL PSOE DURANTE LOS AÑOS SETENTA.
Abdón Mateos
La historia de las organizaciones socialistas durante los años setenta puede caracterizarse como una "transición dentro de la transición". La mayor parte de las interpretaciones se han detenido en la historia interna e ideológica del PSOE destacando la lucha de facciones y la "conversión" ideológica de los líderes socialistas a partir de una presunta refundación ocurrida a partir del Congreso de Suresnes en 1974. Para muchos de estos autores, el rápido paso desde el reformismo revolucionario de un socialismo marxista al reformismo democrático y modernizador de la socialdemocracia sería lo más significativo de la evolución ideológica del PSOE. Estas interpretaciones centradas en la evolución ideológica no tienen en cuenta que lo decisivo de la transición interna del PSOE fue el reforzamiento orgánico y la neutralización de otras alternativas con etiqueta socialista o socialdemócrata, así como la competencia con el PCE eurocomunista por un mismo espacio político. Desde esta perspectiva, considero que los términos continuidad y reestructuración resultan más adecuados para caracterizar el aglutinamiento en torno a las siglas centenarias de la "nueva izquierda" y de la mayor parte del antifranquismo.
La tesis de Santos Juliá sobre la refundación del PSOE implica la idea de una ruptura respecto a la trayectoria del exilio y de la primera clandestinidad. De este modo, la refundación implicaría la creación de un partido nuevo utilizando siglas centenarias. Por el contrario, a mi juicio, en la trayectoria socialista no hubo solución de continuidad y la reestructuración de las organizaciones PSOE y UGT arrancó desde el exterior, jugando un papel decisivo la segunda generación del exilio compuesta por hijos de refugiados de 1939, antiguos militantes de la primera clandestinidad y emigrantes del tardofranquismo. Desde un punto de vista simbólico y de la cultura política, la ruptura con la experiencia de la guerra civil (que no del exilio) y la defensa de un lenguaje democrático y de reconciliación se había adoptado durante la posguerra inmediata y no a partir de la transición. En cambio, las experiencias antifranquistas de represión, exilio y clandestinidad habrían de convertirse en los elementos centrales de la política de la memoria de los socialistas en la España democrática aunque no se hiciera un uso explícito de las mismas en el combate político hasta, al menos, 1993.
A pesar del proceso de unidad socialista, el partido mantuvo unas estructuras muy centralizadas, sin espacio para las tendencias organizadas aunque durante un tiempo pervivieran los clanes o familias políticas de procedencia, y reafirmó la política de alternativa autónoma de poder democrático respecto a otras formaciones políticas y organizaciones sindicales (lo que supuso la desavenencia con UGT). La admisión de corrientes de opinión tras el Congreso extraordinario de septiembre de 1979 dio lugar a la creación de Izquierda Socialista, cuyo desarrollo se vio ahogado por la introducción de un sistema de representación mayoritario en las delegaciones y órganos de representación, la expulsión de críticos y la creación del Partido de Acción Socialista. El tiempo central del aglutinamiento de la izquierda en el seno del PSOE transcurrió durante el periodo de la transición en sentido estricto, es decir, entre 1975 y 1978. En este periodo reingresaron en el PSOE buena parte de los cuadros del PSOE (H) y del PSP, neutralizando la operación de la Federación de Partidos Socialistas tras un pacto con los socialistas catalanes y los "convergentes" madrileños. Más adelante, en la década de los ochenta, se produjo la absorción de otras formaciones políticas desde el Partido de Acción Democrática a Euskadiko Ezkerra, pasando por los eurocomunistas de Santiago Carrillo. No obstante, resulta necesario enfocar el proceso de la unidad socialista en una perspectiva histórica más amplia. En este sentido, hay que partir de las relaciones del PSOE con otras formaciones políticas desde 1956, momento del surgimiento de la "nueva izquierda" en España. Aunque estas relaciones pasaron por distintas etapas hubo una serie de constantes políticas como el rechazo a las relaciones bilaterales con los comunistas (los pactos municipales de 1979 con el PCE no supusieron la elaboración de un futuro programa común de gobierno), y la defensa de la centralización y de las siglas del partido, que distinguen el proceso de renovación del PSOE respecto a las refundaciones de otros partidos del llamado "eurosocialismo" mediterráneo.
Por otro lado, resulta imposible entender la significación de la radicalización del proyecto socialista sin tener en cuenta la lucha por la hegemonía en el seno de la izquierda entre el PSOE y el PCE durante el decenio de los setenta. Para reconstruir el partido, recuperar la posición mayoritaria en la izquierda y conquistar el poder político, había primero que reformular la idea socialista. Una reformulación ideológica que fuera capaz de aglutinar al nuevo antifranquismo conllevaba el realce de los contenidos marxistas y anticapitalistas del socialismo. Una radicalización y revisión del discurso político que pretendía constituir un proyecto equidistante de la socialdemocracia y del comunismo burocrático. Este proceso de revisión del discurso, común para el PSOE y el PCE, pretendía neutralizar las críticas que el nuevo antifranquismo radical de la generación de 1956-1968 hacía de los partidos obreros históricos por su presunto reformismo. Además el discurso moderado del nuevo líder del partido, Felipe González, pretendía neutralizar la consolidación de formaciones con la etiqueta socialdemócrata. El resultado de las elecciones de 1977, con el relativo éxito del PSOE, trajo consigo la absorción del resto de las formaciones socialistas y, por tanto, un rápido abandono de las recientes y superficiales formulaciones ideológicas más radicales.

"TRANSICIÓN AL SOCIALISMO"
A fines de 1975, un año después del Congreso de Suresnes, el órgano del PSOE, El Socialista, afirmaba eufóricamente que se había pasado de una situación de partido en transición para ser el partido de la transición al socialismo. Pese a la rimbombante declaración, que confundía los deseos con las realidades, la verdad estaba mucho más cercana a la disección que el politólogo Donald Share hizo de la evolución del socialismo español durante la década setenta. A su juicio, la trayectoria del PSOE constituía una verdadera transición dentro de la transición.
Una afirmación que resultaba extensible al conjunto de la izquierda o, incluso, de la mayor parte de la oposición antifranquista. Una oposición que combinaba objetivos democráticos con otros anticapitalistas, una cultura política democrática pero también contraria al capitalismo. Por todo ello, los analistas de la evolución del PSOE durante la transición y consolidación democrática han puesto especial énfasis en destacar la "conversión", según autores como Santos Juliá o Antonio Garcia Santesmases, de los socialistas españoles al liberalismo político y a la necesidad del mercado. Una conversión realizada en tan breve espacio de tiempo que hace dudar de la profundidad del radicalismo anterior. Más bien podríamos destacar la ductilidad de, por ejemplo, Felipe González en la utilización de diferentes lenguajes no sólo según la modificación de la relación de fuerzas con el transcurso del tiempo sino de los públicos a los que se dirigía. A este respecto no deja de ser significativo que dirigentes regionales del PSOE de Madrid o del País Valenciano, por no hablar de los grupos neosocialistas y de los cuadros históricos reintegrados al partido renovado, criticaran la orientación electoralista y socialdemócrata de los líderes del PSOE en fechas tan tempranas como 1976.
Este radicalismo del discurso oficial de las organizaciones socialistas, definido como reformismo revolucionario, tenía como principales dogmas ideológicos la defensa de la autodeterminación de los pueblos y de la república federal, del socialismo autogestionario y del neutralismo antiimperialista: modulaciones ideológicas que suponían no sólo una ruptura con la dictadura sino con la totalidad de un orden social cuyos principales elementos eran monarquía, economía de mercado e incorporación a Occidente. El reformismo revolucionario fue un proyecto ideológico común entre la "nueva izquierda" europea cristalizada en torno a Mayo de 1968. En España, sin embargo, surgieron grupos de nueva izquierda desde 1956-58 que rechazaban, además de la dictadura de Franco, el reformismo y revisionismo de la izquierda obrera tradicional y la dinámica de bloques de la Guerra Fría. Pero más significativo que esta precocidad española fue el hecho de que buena parte de estas posiciones ideológicas de la "nueva izquierda" terminaran impregnando al PCE y sobre todo al PSOE durante los años setenta. Mientras que el partido comunista pasó a postular el eurocomunismo, renegando de su dependencia respecto la Unión Soviética y del leninismo, el centenario partido socialista obrero sufrió una especie de "enfermedad infantil" izquierdista hasta 1979.
¿Cómo podemos explicar y cuál era el alcance de la radicalización del PSOE durante el decenio de los setenta? ¿Qué relación tiene la evolución del discurso con las distintas posiciones ocupadas en el sistema político o, en otros términos, las diversas relaciones de fuerzas en el seno de la izquierda?. Si observamos dos documentos entre los que transcurrieron diez años, es decir, entre la conciencia de una parte de los dirigentes tanto del exilio como del interior en 1968 respecto a la distancia entre el discurso del PSOE y la mentalidad de las nuevas generaciones, con los documentos oficiales de la unidad socialista en 1978, se puede observar el camino recorrido. Si en 1968 los dirigentes del interior se rebelaban contra la imagen que les encasillaba como presuntos socialdemócratas para defender una supuesta recuperación de las señas de identidad marxista, revolucionaria y antiimperialista, una década más tarde, estos principios constituyeron los aglutinantes del proceso unitario.
En efecto, en la declaración política del acto de unidad socialista del PSOE con el PSP y el Partido Socialista del País Valenciano (PSPV), celebrada al final de Junio de 1978, se afirmaban principios como el "restablecimiento de las libertades del pueblo valenciano" que permitiera un Estado federal ¾ ya no se decía república¾ , así como una autodefinición como partido de clase, marxista y antiimperialista que luchaba por un socialismo autogestionario. Lograda la unidad socialista y desaparecida en la práctica la competencia de otras formaciones socialistas y comunistas, un año más tarde dos Congresos del PSOE sellaban el final del discurso reformista revolucionario para presentarse como alternativa autónoma de poder democrático. La radicalización ideológica del PSOE entre 1968 y 1978 hay que situarla dentro del proceso de renovación y luchas internas que recorre a este partido durante el tardofranquismo y la transición. Además de la escisión del PSOE en 1972 hay que tener en cuenta el surgimiento de nuevas formaciones socialistas que a la salida de la dictadura suponía la presencia de cinco ofertas diferentes: el PSOE renovado, el PSOE histórico, el Partido Socialista Popular de Tierno Galván, la Federación de Partidos Socialistas, ¾ apoyada por USO y por grupos socialistas regionales¾ , y varios grupos socialdemócratas con personalidades como Francisco Fernández Ordóñez, Josep Pallach y Dionisio Ridruejo.

LUCHA POR LA HEGEMONÍA
Por otro lado, no hay que perder de vista la lucha por la hegemonía en el seno de la izquierda no sólo en el campo socialista sino frente al PCE. Un partido comunista que alcanzaba su cenit antifranquista entre 1966, fecha de la consolidación de Comisiones Obreras y de los Sindicatos Democráticos de Estudiantes Universitarios, y 1976, con la fusión de la Junta Democrática y la Plataforma de Convergencia Democrática y la presentación pública del flamante partido eurocomunista en Roma en julio de 1976. Durante los dos años que transcurrieron entre la constitución de la Junta Democrática y la presentación del Comité Central del PCE y de la estrategia eurocomunista en Roma, Santiago Carrillo insistió en la idea de la necesidad de una nueva formación política. Un nuevo movimiento político, en 1974 lo definía ante Max Gallo y Regis Debray como un "Movimiento laborista revolucionario", que sin ser un superpartido ni una mera coalición electoral, coordinase en una confederación de partidos y sindicatos a toda la izquierda política y social, incluyendo a los partidos socialistas, socialdemócratas y a las "fuerzas cristianas progresistas". En definitiva, Carrillo pretendía recoger la herencia histórica del PSOE de Pablo Iglesias al de Largo Caballero dada la debilidad y división de sus más directos albaceas. Tras esa llamada a la convergencia de las fuerzas socialistas y cristiano progresistas, existía una realidad que había permitido salir al PCE del aislamiento en que se encontraba desde el final de la guerra civil. En torno a los movimientos sociales una serie de formaciones de la "nueva izquierda" colaboraron con el PCE desde la mitad del decenio de los sesenta. De la unidad de acción en el seno de los movimientos sociales, el PCE logró la formación de plataformas políticas como la Asamblea de Cataluña en 1971, y el lanzamiento de las Juntas Democráticas en el verano de 1974. En esta alianza antifranquista se unieron al PCE grupos neosocialistas como los dirigidos por Enrique Tierno Galván o Alejandro Rojas Marcos, además de formaciones marxistas-leninistas como el Partido del Trabajo. Además, Carrillo consiguió la integración dentro del PCE y del PSUC de grupos como Bandera Roja que redondeaban las señas de identidad eurocomunistas con la presencia de marxistas cristianos.
Por el contrario, el campo socialista se encontraba en 1975 aparentemente en el momento de mayor debilidad bajo el franquismo. Por ejemplo, hay que destacar aspectos como la existencia del número más bajo de afiliados al PSOE durante toda la dictadura, la escisión del partido, el fracaso del aglutinamiento del neosocialismo a través de la Conferencia Socialista Ibérica, la ruptura de las negociaciones de unidad con USO y la proliferación de nuevos grupos regionales socialistas. Sin embargo, a partir del verano de 1976 se produjo una clara inflexión en la relación de fuerzas en la izquierda. En primer lugar, el impulso dado a la transición por el Rey y el primer gobierno de Suárez obligó a la oposición a negociar y abandonar la idea de una ruptura democrática mediante la movilización popular. El canto del cisne en este sentido fue la convocatoria de una huelga general por la efímera Coordinadora de Organizaciones Sindicales el 12 de noviembre de 1976. Dentro de la Plataforma de Organismos Democráticos que negociaba con el gobierno Suárez, el PSOE no sólo equilibró su presencia respecto al PCE sino que fue ocupando la posición más influyente. En ese momento, antes de las elecciones, el peso del partido socialista no se medía por el número de militantes ni por la presencia en los movimientos sociales, factores que perdieron importancia relativa desde el fracaso de los aspectos rupturistas de la huelga general de noviembre de 1976, sino por los apoyos internacionales y el reconocimiento del papel que iba a desempeñar en el futuro por otras formaciones políticas y por el gobierno.
Un claro indicador de esta presencia fue el trato dado por los medios de comunicación al PSOE frente al PCE. El PSOE fue mucho más noticia que lo que ocurría en el mundo del comunismo español. Algo parecido ocurría incluso con el seguimiento de las actividades de la UGT y CC.OO en el momento de las elecciones sindicales durante el primer trimestre de 1978. Se puede decir que hasta las elecciones generales de 1977 el gobierno y los medios afines potenciaron todo lo que conllevara una recuperación de la imagen y de la presencia ugetista frente a la hegemonía de Comisiones Obreras. Un año antes de las elecciones el PSOE ya doblaba al PCE en las expectativas electorales. Los datos manejados por sus dirigentes situaban a los socialistas con 80 a 90 diputados mientras que el PCE esperaba de 40 a 50. La suma real de escaños entre ambas formaciones en junio de 1977 resultó parecida, dado que ambos partidos competían por un espacio político similar, pero con una muy diferente relación de fuerzas. La proporción de dos a uno se había convertido en casi seis a uno en número de escaños, y de tres a uno en votos. A partir de diciembre de 1976 se puede afirmar que el PSOE logró la hegemonía en el seno de la izquierda. El fracaso relativo de las movilizaciones en pro de la ruptura, o la creciente presencia del PSOE en los medios de información gracias a una estrategia de actos públicos y encuentros con personalidades europeas fueron desplazando al PCE del estrellato de la oposición.
El primer paso fue la defensa de la identidad socialista democrática. Felipe González, primer secretario del PSOE, combatió en defensa de esa identidad durante 1976. En sus intervenciones en la escuela de verano del partido en El Escorial o el primer Congreso celebrado en España en diciembre de 1976, insistió en el tema de la unidad socialista partiendo de la preeminencia del PSOE y de la defensa de un patrimonio privilegiado aunque no exclusivo de la idea de "socialismo en libertad". Lo importante en este primer Congreso en España del PSOE fue el hecho de su misma celebración, es decir, la presentación pública de un partido centenario arropado por importantes personalidades socialistas europeas. Normalmente, los politólogos han insistido en el momento de este Congreso como el cenit de radicalismo ideológico socialista, del reformismo revolucionario y de la identificación de socialismo con marxismo, autodeterminación de los pueblos, república federal, anticapitalismo autogestionario y antiimperialismo.
Sin embargo, si observamos el discurso de su máximo dirigente ya estaba presente esa dualidad que caracterizó al PSOE durante la transición, es decir, unas resoluciones radicales de los Congresos frente a una presentación moderada del partido ante la opinión pública a cargo de González. En efecto, el secretario general del PSOE reiteró posiciones como la integración de las clases medias, la errónea distinción entre socialismo y socialdemocracia, la autonomía del PSOE respecto al PCE y el valor de la denominada democracia "formal". Estas posiciones resultaban mucho más significativos que el reconocimiento de la existencia de "serias razones" para definirse como un partido marxista en los actos cerrados con la militancia del PSOE o de otras formaciones socialistas. Una definición matizada, no obstante, por González en toda ocasión que tuvo para dirigirse ante la opinión pública con anterioridad a las elecciones de 1977.
Existieron dos aspectos, pues, esenciales de continuidad entre el PSOE de la posguerra y el partido liderado por González: el modelo y la política del partido. Se rechazó, por tanto, la idea de una refundación que permitiera la descentralización por motivos geográficos (una federación de partidos) o ideológicos (tendencias organizadas). Este tipo de reconstrucción se distinguía del modelo del socialismo francés que, por otra parte, desde siempre, desde la época de la SFIO, había sido muy permeable a las tendencias. Por otro lado, el rechazo a las relaciones bilaterales con el PCE desde la reconstrucción de las organizaciones socialistas al final de la segunda guerra mundial se mantuvo durante la transición. A mi juicio, el pacto pos electoral de las municipales de 1979 debe interpretarse, además de su carácter táctico y secundario para los líderes socialistas, más como el final real de una década de lucha por la hegemonía entre socialistas y comunistas que como un giro de la política del PSOE hacia el PCE.
Desde 1952 el PSOE había aprobado una política denominada por Indalecio Prieto "cura de aislamiento" que consideraba superadas las alianzas permanentes con otras formaciones de la izquierda, en otras palabras, la tradición de subordinación respecto a partidos republicanos de izquierda. Esta idea de autonomía del proyecto político del PSOE conllevaba el rechazo a las relaciones bilaterales con los comunistas y, por supuesto, respecto a la "nueva izquierda" aparecida en España desde 1956. A pesar de que las relaciones con el PCE fue uno de los principales debates que condujeron a la escisión del PSOE en 1972, en ningún momento los "renovadores" pretendieron constituir un frente antifranquista de izquierdas. En cambio, su propuesta fue la unidad de acción circunstancial en las protestas sociales y dentro de las plataformas democráticas contra Franco. Sin embargo, debido a la hegemonía del PCE en la movilización antifranquista, los nuevos dirigentes del PSOE buscaron diferenciar su política de alianzas y táctica de lucha sindical. En todo caso, se trataba de equilibrar la presencia socialista evitando aparecer a remolque del activismo comunista.
Hay que tener en cuenta que los grupos neosocialistas y, en general, la "nueva izquierda" colaboraron con el PCE desde sus orígenes. Esta colaboración empezó en el seno de las coordinadoras de movimientos sociopolíticos como el sindicalismo estudiantil y Comisiones Obreras para extenderse durante los primeros años setenta a plataformas unitarias como la Asamblea de Cataluña y las Juntas Democráticas. Desde el punto de vista del PSOE renovado, un primer paso para reequilibrar la correlación de fuerzas en el seno de la izquierda era aglutinar a la "nueva izquierda". Para este aglutinamiento la defensa de las señas de identidad democráticas del socialismo no eran suficientes. La cultura política de la "nueva izquierda" era no sólo antifranquista sino anticapitalista. Rechazaba el revisionismo y el reformismo de los partidos históricos de la izquierda obrera buscando una tercera vía, frente a la socialdemocracia "sumisa" de Occidente y los burócratas stalinistas del Este. Mediante un reformismo revolucionario, es decir, mediante la concepción de la revolución como un proceso acumulativo y no como un acto violento de conquista del poder, pretendía establecer un socialismo autogestionario. La radicalización y las luchas internas del PSOE estuvieron íntimamente relacionadas con el auge del PCE a través de los movimientos sociales y la consolidación de nuevas formaciones socialistas desde la segunda mitad de los años sesenta. La necesidad de neutralizar esta competencia y los ataques que la "nueva izquierda" les hacía como presuntos socialdemócratas condujeron a la radicalización del discurso ideológico del PSOE durante el tardofranquismo y la transición.

UNIDAD SOCIALISTA

El proceso de unidad socialista en el seno de las organizaciones tradicionales podría periodizarse de la siguiente forma. Una primera etapa, cubriría los años de las relaciones del PSOE y de la UGT con la "nueva izquierda" durante una década, entre 1956 y 1967. La colaboración inicial entre el PSOE del interior y formaciones como el Movimiento Socialista de Cataluña, la Agrupación Socialista Universitaria, el neosindicalismo cristiano, el grupo de Enrique Tierno Galván e incluso la primera dirección del Frente de Liberación Popular, coincidió con el planteamiento de una política de unidad de acción antifranquista con el PCE de líderes socialistas clandestinos como Antonio Amat y Luis Martín Santos. Esta aproximación que, en el caso de la ASU y del MSC, había llegado a acuerdos orgánicos, sufrió una fractura a partir de la convocatoria de la Huelga Nacional Pacífica de 1959 y los movimientos huelguísticos de 1962. Este desencuentro estuvo asociado a un debilitamiento del PSOE en el interior entre 1960 y 1968. El PSOE entró con la década de los sesenta en una etapa de crisis interna y de fragmentación del movimiento socialista debido a la incapacidad de la dirección de Toulouse, encabezada por Rodolfo Llopis, para aglutinar a los neosocialistas y flexibilizar su política. Los socialistas federalistas de Cataluña y de otras regiones, el grupo de Tierno Galván y los universitarios socialistas, todos ellos un socialismo radical de clases medias, terminaron alejándose temporalmente de la órbita del PSOE para aproximar sus políticas a las del PCE. Algo parecido ocurrió con el sindicalismo y la izquierda de origen cristiano. El fracaso de la renovación "desde dentro" y el desencuentro con las organizaciones neosocialistas condujo a una nueva etapa entre 1968 y 1974 de radicalización y luchas internas pero también de reconstrucción y reestructuración. Para autores como Juliá o Pradera durante estos años del tardofranquismo se produjo una verdadera refundación del socialismo. Sin embargo, la renovación o la refundación del PSOE se realizó "desde dentro" de este partido aunque la terminaran protagonizando una serie de jóvenes profesionales sevillanos sin ataduras con el pasado que enlazaron con las bases obreras tradicionales del Norte de España y de Francia, y tuviera como resultado a medio plazo una desavenencia entre el partido y el sindicato del histórico movimiento socialista. A pesar de que la escisión del PSOE de 1972 supuso la pérdida de la mitad de la organización en el exilio y quizá una quinta parte de la militancia clandestina, los renovadores comenzaron a reclutar a cuadros que procedían de una gama muy compleja de las formaciones de la oposición antifranquista. El arco abarcaba desde democristianos de izquierda a trotskistas y libertarios.
¿Se podría hablar, pese a todo, de un giro de la política de unidad socialista del PSOE después de la escisión de 1972?. Lo que sí existió, desde luego, es una mayor receptividad respecto a la realidad de las nuevas formaciones de la izquierda y un reconocimiento del creciente peso del PCE. Este reconocimiento estuvo unido a un realce del papel que se dio a la movilización obrera en la política de las organizaciones socialistas. No obstante, el reconocimiento del papel de otras formaciones de la izquierda no trajo consigo el establecimiento de relaciones bilaterales con el PCE ni mucho menos un proyecto político común. La dinámica de competencia por la hegemonía siguió estando presente durante estos primeros años setenta. La nueva dirección renovada tuvo que competir también durante 1973 por el reconocimiento de la Internacional Socialista lo que provocó movimientos tácticos de unidad. Por un lado, el Partido Socialista "en el interior" de Tierno Galván se inclinó, sin éxito, por la fusión con el sector del PSOE encabezado por Llopis pese a la existencia de diferencias políticas más fuertes respecto a los renovadores del PSOE. Estos últimos lanzaron en 1973 la iniciativa de una Conferencia Socialista Ibérica con los partidos de ámbito regional negociando, además, una posible fusión entre UGT y USO. En ambas iniciativas los dos sectores del PSOE coincidían en un planteamiento de absorción de las nuevas organizaciones socialistas desechando la fundación de un nuevo partido, la paridad o la desnaturalización del modelo centralizado. Por ello fracasaron ambas operaciones unitarias aunque los renovadores confirmaron el reconocimiento de la Internacional en enero de 1974. A partir de la primavera de 1975, las relaciones del PSOE con el PCE y las formaciones neosocialistas entraron en una nueva fase que podría extenderse hasta las elecciones de 1979 y los congresos del PSOE durante ese año. En términos estrictos este fue el período de la transición, de esa transición paralela del socialismo español que recordaba al principio. Sin duda existió un momento de inflexión decisiva en torno a las elecciones de junio de 1977 que confirmaba la modificación de la relación de fuerzas en el seno de la izquierda. Fue también un período de consolidación del liderazgo de Felipe González entre el celebre Congreso de Suresnes que le eligió primer secretario y el Congreso del "marxismo" que le condujo a una temporal retirada del liderazgo. El proceso de la unidad socialista durante la transición partió del fracaso de los objetivos que el PSOE se había propuesto con la Conferencia Socialista Ibérica y el cenit del PCE después de la constitución de la Junta Democrática. Entonces, en la primavera de 1975, el PSOE promovió una alianza antifranquista, la Plataforma de Convergencia Democrática, con democristianos, nacionalistas, socialdemócratas de Dionisio Ridruejo y Josep Pallach, y con la guinda de carlistas y algunas formaciones maoístas. Además en mayo de 1975 el PSOE emprendía por primera vez negociaciones serias de reunificación con el sector del partido escindido en 1972. Desde finales de 1975, una vez que el PSOE y el PCE encabezaron sus propias plataformas antifranquistas, la oposición alcanzó la unidad de acción.
Desde la perspectiva del PSOE, la forma como se logró la coordinación de la oposición en la denominada Platajunta resultaba decisiva para equilibrar la relación de fuerzas respecto al PCE. Los aliados neosocialistas del PCE, personalizados en Enrique Tierno Galván y Alejandro Rojas Marcos, quedaron confinados a un segundo plano pese a la efímera formulación de una nueva plataforma denominada Confederación Socialista. Poco después, en mayo de 1976, el PSOE alcanzaba un acuerdo con el sector mayoritario de los escindidos cuatro años antes y constituía un comité de enlace con los socialistas catalanes de Joan Reventós. Formalmente, desde la perspectiva de la unidad socialista, el primer Congreso celebrado por el PSOE durante la transición fue de reunificación con los históricos. Sin embargo, estos quedaron autoexcluidos de la Ejecutiva al rechazar tres puestos pues hicieron bandera para que el Congreso confirmara como presidente del partido a Alfonso Fernández Torres. A partir del XXVII Congreso de diciembre de 1976 se produjo un giro en el proceso de la unidad socialista. De las cinco ofertas socialistas existentes en el momento de la muerte de Franco poco más de un año después quedaban reducidas a dos reales, el PSOE y el PSP. Al comenzar 1977 el PSOE había conseguido absorber a la mayor parte del PSOE histórico además de establecer acuerdos con el PSC de Reventós y la Convergencia Socialista Madrileña, formaciones que representaban la mitad de los afiliados de la Federación de Partidos Socialistas. Por otro lado, las formaciones socialdemócratas, fracturadas en diversos personalismos y con estados mayores sin ejércitos, optaban por aliarse con los restos del PSOE histórico en una Alianza Socialista Democrática mientras que otros grupos influyentes se terminaban integrando en UCD y en el Pacto Democrático de Cataluña. Frente a la propuesta del PSP de una coalición electoral socialista o la opción confederal de la FPS, el PSOE no estuvo dispuesto a diluir sus siglas ofreciendo únicamente al PSC (Congrés) un pacto electoral. Paralelamente integró dentro de sus candidaturas a miembros de la Convergencia Socialista Madrileña y del Partido Socialista de Murcia. Felipe González había procurado evitar que la distinción de moda por aquel entonces entre socialdemocracia y socialismo marxista restara espacio político al PSOE. En este sentido, en todas las presentaciones públicas del partido durante 1976 y con anterioridad a las elecciones, González rechazó que los socialdemócratas tuvieran diferencias de peso respecto al PSOE para insistir, en cambio, en la distancia que les separaba del PCE.
El resultado de las elecciones de 1977 trajo consigo la clarificación del espacio político de la izquierda. Por un lado, la izquierda radical, no legalizada aunque presentó candidaturas, quedó condenada al limbo extraparlamentario mientras que la lista de Unidad Socialista entre el PSP y un sector de la FPS obtuvo únicamente seis diputados y cuatro senadores. Por el otro, el PCE tuvo que abandonar las pretensiones de aglutinar la izquierda mediante un nuevo movimiento político de fuerzas que lucharan por una democracia social y, después, la transición al socialismo. No obstante, Carrillo abrigó la expectativa de que el PSOE terminaría escindiéndose o desgastándose. La sustitución del PSOE, la ocupación de su espacio o el sorpasso, según el modelo italiano de la posguerra mundial, exigiría dos condiciones. La primera, el frente de izquierdas parecía estar descartado. La segunda, era un gobierno de concentración UCD-PSOE para el periodo constituyente. Enseguida, la dirección del PSOE rechazó esta posibilidad aunque durante esta legislatura practicó una política de consenso y, en segundo término, se preparó como presunta alternativa de poder. Ante el fracaso de los planteamientos estratégicos del PCE, Carrillo practicó una creciente moderación ideológica y una desmovilización de las bases sindicales que si bien dieron estabilidad al gobierno de UCD y a la misma democracia supusieron un fuerte desgaste para el partido comunista. Mientras que el PSOE culminaba la unidad socialista, el PCE se veía afectado por las primeras luchas internas, en dos de las zonas de mayor implantación del partido, Asturias y Cataluña. En efecto, desde junio de 1977 hubo una aceleración del proceso de unidad socialista. Primero, fue la unidad de un sector del PSOE histórico encabezado por José Prat. Enseguida, se produjeron las negociaciones de fusión entre UGT y un sector de USO. Desde enero de 1978, las negociaciones afectaron a un endeudado PSP hasta culminar en una fusión en abril de 1978. Finalmente, diversas federaciones del PSOE concluyeron la unidad con partidos de ámbito de nacionalidad o región en julio de 1978.

AJUSTES IDEOLÓGICOS

Cerrado el tiempo de la absorción de las organizaciones neosocialistas el PSOE podía abandonar el discurso reformista revolucionario y marxista para competir con UCD por el centro sociológico. En realidad, la expresa autodefinición marxista en el seno del PSOE era una novedad y la mayor parte de los partidos socialistas europeos no identificaban marxismo y socialismo. En cambio, el abandono por el PCE del leninismo y su conversión al mero "marxismo revolucionario" suponía un giro ideológico mucho más decisivo y oportunista. Y esta afirmación no minusvalora la configuración de una verdadera tendencia renovadora y eurocomunista en torno a, por ejemplo, la revista Nuestra Bandera. Sin embargo, me parece que la cultura política tradicional en el seno del comunismo que podríamos denominar "oportunista revolucionaria" terminó prevaleciendo sobre las nuevas culturas, emergentes desde los años sesenta, sindicalista y democrática. El PSOE había aglutinado en poco tiempo a una diversa gama de formaciones neosocialistas y a cuadros políticos procedentes del conjunto de la oposición al franquismo. El resultado del XXVIII Congreso del PSOE, primero del nuevo partido producto de la absorción de las formaciones neosocialistas y tras el fracaso de las expectativas o, en otros términos, estancamiento en las elecciones generales de marzo de 1979, fue la principal y efímera factura que pagó el "mortero del antifranquismo" en que se estaba convirtiendo el centenario partido. Para muchos fue una crisis de crecimiento en la que aparte de la cuestión del marxismo, por lo demás escasamente debatida, se jugaba la confirmación de una política autónoma dirigida hacia la competencia electoral con UCD o una política de unidad con el PCE y, por tanto, el mantenimiento del proyecto reformista revolucionario. Otras cuestiones importantes de la crisis fueron el modelo de partido, el tipo de dirección y la democracia interna.
En todo caso, el Congreso extraordinario de septiembre de 1979 confirmó el liderazgo de Felipe González, moderó sólo relativamente las resoluciones congresuales,- según Maravall y Santesmases inauguró una etapa de discurso reformista radical-, y modificó el sistema de representación. Estos dos Congresos cerraron la década de transición interna del PSOE. A partir de entonces, los clanes y familias políticas de origen perdieron importancia siendo sustituidos por una nueva mayoría monolítica frente a la corriente Izquierda Socialista. Además, el tiempo de la lucha frente al PCE por la hegemonía de la izquierda quedó cerrado para más de una década. Como analizó Richard Gillespie, no hay nada más representativo que lo ocurrido en el Congreso de la Federación Socialista Madrileña tras el Congreso extraordinario en diciembre de 1979. La desmoralización y división de la izquierda del partido dio lugar a una ajustada victoria del "felipista" y antiguo convergente, Joaquín Leguina, frente a Alonso Puerta y Carlos López Riaño.
A menudo se ha destacado la influencia de Willy Brandt y del SPD en la moderación ideológica del PSOE. Las buenas relaciones establecidas entre Brandt y González desde 1975 y la paralela la instalación de la Fundación Ebert en España en noviembre de 1975 habrían supuesto, a juicio de Pilar Ortuño, Sergio Gálvez o Bruno Vargas, una especie de tutela de la socialdemocracia alemana sobre el PSOE en el camino hacia la defensa de la mera modernización de España. Estas interpretaciones resultan poco verosímiles pues estas buenas relaciones y apoyo financiero coincidieron con la etapa de mayor radicalismo del PSOE entre 1974 y 1979 en la que los referentes ideológicos estaban en el nuevo socialismo francés o la experiencia chilena. Por el contrario, las iniciativas adoptadas por el sindicalismo y la socialdemocracia alemana en apoyo de nuevas opciones socialistas en el interior de España durante los años sesenta y primeros setenta no significaron una consolidación de las mismas. En todo caso, sí hubo una influencia de Brandt sobre el líder del PSOE más que sobre el conjunto del partido. Si de algún Bad-Godesberg español pudiésemos hablar habría que retrasarlo hasta el XXIX Congreso del PSOE celebrado en octubre de 1981. En un contexto de descomposición de UCD y de fraccionamiento del PCE, por no hablar de la autodisolución del Partido de los Trabajadores, la necesidad de consolidar la democracia amenazada por la involución y el terrorismo, así como las ya reales expectativas de un próximo acceso al gobierno hicieron olvidar definitivamente los objetivos de transición al socialismo. Fue, en efecto, a partir del XXIX Congreso cuando el PSOE eliminó cualquier alusión al marxismo, aun como método de análisis o referente plural teórico para definir al socialismo como una aspiración del hombre a la felicidad, y la unanimidad más que el pluralismo alejaron del horizonte cualquier imagen de división y debate internos.

PSOE Y NACIÓN
Otros aspectos del ajuste ideológico de los socialistas fueron su posición sobre nación y nacionalismos, así como ante la inserción de España en Occidente. El nuevo federalismo de los setenta de la izquierda española fue una novedad respecto al pasado. No es exacto que el PSOE tuviera una única tradición jacobina. En realidad, una parte de la tradición del republicanismo español era federal. El PSOE asumió una fórmula federal en 1918. Sin embargo, esa declaración no fue desarrollada. La aprobación de los estatutos de las nacionalidades históricas de Cataluña, Euskadi y Galicia contó con el apoyo socialista. De todas maneras, el PSOE no desarrolló una política propia ante la cuestión nacional, siguiendo la acción de gobierno de Azaña, "jacobino" y nacionalista español, dentro de la coalición republicano-socialista.
Indalecio Prieto, caracterizado como demócrata radical, tuvo mucho que ver con esos estatutos de autonomía del llamado estado integral de la segunda república. Es cierto que Prieto en la posguerra atribuyó a la cuestión nacional un papel decisivo en el estallido de la guerra civil pero también lo es que su política buscó la cooperación de catalanistas y nacionalistas vascos. La Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles y la Junta Española de Liberación contaron con la presencia de los federalistas de Esquerra Republicana y Acción Catalana. Prieto se opuso a la existencia de partidos socialistas independientes en Cataluña y el País Vasco y eso dio lugar a un cierto fraccionamiento pero el Comité Central Socialista de Euzkadi alcanzó un acuerdo con el PNV para colaborar en el gobierno vasco en el exilio y las instituciones de resistencia. Esta alianza con el catalanismo y, sobre todo, el nacionalismo vasco se mantuvo durante toda la dictadura franquista. Aunque se reconocía el derecho a la autonomía de los pueblos hubo una cierta resistencia a propugnar el inmediato restablecimiento de las autonomías en el momento de la formación de un gobierno provisional después de Franco. Solo ante la insistencia del PNV, los partidos de la Unión de Fuerzas Democráticas, constituida en 1961, se comprometieron con una solución autonómica para el periodo transitorio. Sin embargo, esta alianza con los nacionalistas no trajo consigo la asunción de una perspectiva federal hasta el Congreso del PSOE de 1964, una vez muerto Indalecio Prieto, en la que se recuperó la fórmula de 1918 de Confederación republicana de nacionalidades ibéricas. La recuperación de la perspectiva federal respondía al surgimiento de nuevas formaciones socialistas en Cataluña, Galicia, Valencia coordinadas por el Movimiento Socialista de Pallach y Reventós. Es decir, la nueva modulación ideológica del PSOE tenía un carácter oportunista. Pretendía neutralizar la competencia del neosocialismo regional. Algo parecido se podría decir del realce de la dimensión anticapitalista y marxista de su proyecto durante los años setenta.
Fuera del ámbito de las nacionalidades y regiones hubo un pensamiento minoritario socialista y federalista en el exilio. El núcleo principal se aglutinó desde 1949 en la revista Las Españas editada en México. Los socialistas Arana y Carretero Jiménez colaboraron con catalanistas y republicanos liberales como Bosch Gimpera, Nicolau D´Olwer, Sbert y Granados en una reflexión federal sobre España. Carretero Jiménez, fallecido en 2002, publicó ensayos federalistas que databan la formación histórica de las nacionalidades españolas en la alta edad media. Algunos de los títulos son Las nacionalidades españolas, La personalidad de Castilla en el conjunto de los pueblos de España, o La integración nacional de las Españas. La idea de España como nación de naciones y comunidad de pueblos se debe a la pluma de Carretero Jiménez y Bosch Gimpera. Carretero, presidente la renovada sección del PSOE en México, presentó una propuesta federalista al primer Congreso del partido celebrado en España tras la muerte de Franco en diciembre de 1976. La ponencia insistía en la idea de España como nación de naciones. Contraponía la "España una" del franquismo a la noción de las "Españas unidas": "unión de todos los pueblos hispanos", ya que "el federalismo es el régimen que mejor armoniza la unión con la variedad, la solidaridad del grupo con la autonomía de los miembros".
Un exceso de la formulación federal de la idea de España fue la defensa del derecho de autodeterminación de los pueblos que el PSOE y el PCE incorporaron a sus programas en el bienio 1974-75. En realidad, la fórmula de la autodeterminación de los pueblos procedía del pasado de la segunda internacional y del comunismo soviético. En 1971 las formaciones del gobierno vasco en el exilio, entre las que se encontraban el PSOE e IR, habían suscrito una declaración política que reconocía explícitamente el derecho a la autodeterminación del pueblo vasco. Ahora se pretendía fundamentar la cuestión nacional en el seno de la lucha de clases: "el partido socialista propugnará el ejercicio libre del derecho a la autodeterminación, por la totalidad de las nacionalidades y regionalidades que compondrán, en pie de igualdad el Estado Federal que preconizamos" o "Los movimientos nacionalistas y regionalistas, asumidos por la clase obrera y el campesinado, elevan cualitativamente sus objetivos con la dialéctica marxista". La propuesta de una República federal de trabajadores se mantuvo hasta las primeras elecciones democráticas de junio de 1977 o incluso hasta la conclusión de la unidad socialista con la absorción del PSP y varias formaciones de la Federación de Partidos Socialistas durante la primera mitad de 1978. Se optó, además, por un modelo federal de partido frente a una federación de partidos socialistas.
El nuevo líder del PSOE, el sevillano Felipe González, había manifestado sensibilidad ante la cuestión nacional desde el comienzo de los años setenta. La existencia de formaciones socialistas regionales y el peso de la democracia cristiana en las nacionalidades históricas le inclinaron a alcanzar un pacto con los socialistas catalanistas en 1976. Con la conversión del PSOE en alternativa de poder y la conclusión de la unidad socialista, Felipe González realizó un llamamiento a la prudencia en una conferencia en el club Siglo XXI en febrero de 1978 al mismo tiempo que insistía en la defensa de los términos nacionalidad o "regionalidad" dentro de la nación española. Más adelante, con ocasión del debate constitucional, en julio de 1978, González defendió la idea de las autonomías de los pueblos de España, de todas las regiones y nacionalidades de España, como un camino hacia el federalismo. La autonomía no sería solo para las nacionalidades históricas y el federalismo sería un proceso político: "Queremos la autonomía para todas las regiones y nacionalidades de España; no un planteamiento autonómico para tal o cual nacionalidad o región". El líder del PSOE afirmó que la Constitución de 1978 no era el "momento histórico de hacer una formulación federalista". A pesar del programa federal del PSOE, los socialistas eran los defensores de la unidad de España y el federalismo "podría ser la resultante de un largo proceso histórico del desarrollo del estado de las autonomías". Los socialistas defendieron una postura poco coherente en la cuestión autonómica, emulando las reivindicaciones de los nacionalistas hasta el referéndum de Andalucía en febrero de 1980. Autores como Andrés de Blas o Rodolfo Martín Villa han señalado la responsabilidad del PSOE en la radicalización de las demandas de los partidos nacionalistas. Las llamadas de González a la responsabilidad y las críticas de la demagogia y la improvisación en el tema de la articulación territorial del estado fueron frecuentes durante 1979 y 1980. El líder del PSOE insistía en la federalización o el estado federalizado como resultado de las autonomías pero también en evitar discriminaciones y al mismo tiempo "admitir el derecho a la diferencia". Es decir que debía generalizarse el estado de las autonomías pero admitirse la asimetría o el federalismo desigual. En enero de 1980 González hacia unas declaraciones en las que defendía la generalización de la autonomía en "todas las regiones y en todas las nacionalidades de este país con igual techo de competencia". Es decir que la generalización de las autonomías no sería un proceso, un desarrollo de décadas, al modo del estado integral de la segunda república, sino que había que cerrar el mapa autonómico enseguida. Sin embargo, el comité federal del PSOE aprobaba el mismo mes de enero de 1980 una resolución política que hacia un llamamiento al respeto de la "conciencia colectiva" y la complejidad de ciertas autonomías, reconociendo que la autonomía tenía el fin primordial de resolver el problema de las llamadas nacionalidades históricas.
El referéndum de la autonomía andaluza de febrero de 1980 supuso que la generalización del proceso autonómico fuese inevitable. Hay que tener en cuenta que además de las cuatro nacionalidades históricas reconocidas se sumaban los tres casos especiales de Navarra, las islas Baleares y Canarias. Además la victoria de las formaciones nacionalistas PNV y CIU en las primeras elecciones autonómicas del País Vasco y Cataluña de 1980, y la consiguiente derrota y pérdida de protagonismo que había tenido la izquierda durante la transición en estas nacionalidades (recordemos que el PSOE había presidido el Consejo General Vasco y la asamblea de parlamentarios de Cataluña), junto a la amenaza de involución golpista, hizo que González acentuara más sus llamamientos a la prudencia y al encauzamiento del proceso autonómico. En diciembre de 1980, el líder del PSOE señalaba que "a mí me preocupa menos perder unas elecciones que completar correctamente las autonomías".
Tras la tentativa de golpe de estado de febrero de 1981, los socialistas ofrecieron un gobierno de coalición con UCD y pactaron con el nuevo presidente de gobierno Calvo-Sotelo unos acuerdos autonómicos que dieron lugar a la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA). El propio Felipe González fue quien propuso una ley orgánica que desarrollase el título VIII de la Constitución. Ya desde septiembre de 1980, Martín Villa tenía el propósito de igualar los niveles de autonomía de todas las comunidades. En abril de 1981 Calvo Sotelo y González anunciaron el establecimiento de un modelo global del estado de las autonomías. El pacto del 31 de julio de 1981 recogía el principio de generalización de las autonomías y establecía el mapa territorial definitivo. Aunque no se admitía la creación de nuevas comunidades autónomas por el artículo 151, todas tendrían asamblea legislativa. Estos acuerdos de Estado levantaron la protesta de los partidos nacionalistas. El PNV y CIU recurrieron la LOAPA aprobada finalmente en 1982. La armonización del proceso autonómico fue declarada inconstitucional en una tercera parte en agosto de 1983. Sin embargo, la mayoría del articulado de la LOAPA permitió la regulación de los estatutos pendientes durante el bienio 1982-1983. Durante el primer gobierno del PSOE, los nacionalistas llevaron la confrontación al Tribunal Constitucional, acumulándose centenares de casos. De una tradición de alianza del PSOE con los nacionalistas que se remontaba al tiempo que cubría la guerra civil, el franquismo y la transición, se había llegado al momento en que los socialistas formaban por primera vez un gobierno en solitario y con mayoría absoluta encontrándose con la oposición de los nacionalistas. Esta fue la situación de la primera legislatura aunque los puentes con los nacionalistas se fueron restaurando durante la segunda mitad de los años ochenta, una vez desarrollado en lo esencial los estatutos autonómicos.
El federalismo del PSOE quedó silenciado salvo en el caso de los partidos socialistas de las nacionalidades. En todo caso la defensa del modelo de organización del estado establecido por la Constitución se unió a una tenue aspiración a largo plazo federalista. Aunque se ha dicho que tanto el PSOE como los conservadores de AP carecían de un modelo autonómico a medio plazo, vacilando entre la generalización de las competencias autonómicas y el reconocimiento del hecho diferencial de Cataluña y el País Vasco, la tendencia predominante del partido socialista fue, a mi juicio, la defensa de la homogeneización del estado autonómico que condujera a una cierta federalización. Un primer paso en este sentido fueron los pactos autonómicos de 1981 que condujeron a la LOAPA. La declaración de inconstitucionalidad de una tercera parte del articulado de esta Ley en 1983 frenaba la equiparación de competencias, beneficiando a las comunidades gobernadas por partidos nacionalistas.
El líder socialista acentuó el entronque con la tradición regeneracionista del nacionalismo español liberal. No fue de extrañar que la figura de Manuel Azaña, tan denostada por la izquierda obrera durante la inmediata posguerra, fuera reivindicada ahora como "padre de la patria", como el principal héroe de la España democrática. Ese regeneracionismo modernizador, el lema de que "España funcione", enlazaba con el nacionalismo español liberal de los miembros de la Institución Libre de Enseñanza. No hace falta recordar que figuras históricas del socialismo español como Julián Besteiro y Fernando De los Ríos habían pertenecido a ese medio.
El PSOE había salido de la transición, con la ruptura democrática de las elecciones de 1977, convertido en el principal partido nacional dado que UCD fue inicialmente una coalición de partidos y familias políticas bajo el amparo del gobierno. La defensa del federalismo permitió neutralizar el fortalecimiento de otras opciones socialistas, resolviendo la debilidad del PSOE en nacionalidades como Cataluña o Galicia. El partido socialista era el principal partido nacional, con una tradición de colaboración con las formaciones nacionalistas que se remontaba al tiempo de la guerra civil, y, por lo que refiere a la nación, tuvo que ocuparse, al llegar al poder, del desarrollo del estado de las autonomías, además de la integración en Europa, el combate contra el terrorismo y la neutralización del golpismo.
Publicado en Rafael Quirosa (ed.), Historia de la transición en España, Madrid, Biblioteca Nueva, 2007.
Historia contemporánea de España. Cuarta Prueba de Evaluación a Distancia. Lectura.
Responda a las siguientes preguntas:
1. La unidad socialista
2. La segunda generación del exilio
3. El PSOE y el estado de las autonomías
4. El debate sobre el marxismo

Lectura de ampliación: Javier Tusell, La transición democrática y el gobierno socialista, Madrid, Taurus, 1999 (múltiples ediciones)

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